Para escribir un poco de mi historia y mi contexto, tuve que aprender ciertos modismos, estereotipos, costumbres, ciertas definiciones que usan los hombres para comunicarse.
No recuerdo precisamente el día en que llegué al lugar en donde siempre he permanecido, pero en cuestiones de tiempo, llegue cuando todo lo que conozco era muy diferente a como es ahora. La gente vestía diferente, y a mi alrededor todo era campo libre, con mucha hierba, y lleno de árboles grandes y pequeños como yo.
En ese entonces Don Ernesto, dueño de la hacienda, tenía una hija de 5 años que se llamaba Isabel, muy viva, inquieta. Su madre había muerto cuando ella tenía 2 años, de una pulmonía; cuando se enfermó, al principio no tuvieron cuidado, y después fue difícil llevarla a un doctor. Así que Don Ernesto se encargaba de Isabel, tenían por costumbre recorrer todo el paisaje a caballo.

Era sorprendente, ver como aquel hombre, había cambiado con la llegada de aquella niña, ahora se le veía paciente y amable. Ciertamente se le vio cabizbajo con la muerte de su esposa, pero estoy seguro, que la presencia de su hija, no permitió que siguiera con la tristeza.
Me enternecía cuando paseaban cerca de mí y podía escuchar sus pláticas, la niña al observar el paisaje, le hacía muchas preguntas, – ¿dónde viven las ardillas? ¿ no les da frío? ¿ por qué dices que le duele a los árboles cuando arranco las hojas? y don Ernesto, con una sonrisa iba dando respuesta a las interrogantes. Lo hacía con historias, y con mucho detalle.
En ese entonces yo era ya un árbol joven, mi tronco había engordado un poco, algunas ardillas me habían elegido ya para alimentarlas y ya tenía un par de ramas, que me permitirían ir creciendo como el árbol que tenía enfrente. Siempre lo miraba hacia arriba y me gustaba pensar que al pasar del tiempo sería como él. Lo admiraba mucho, porque era el único árbol grande que yo había conocido.
Un día se acercó Don Ernesto con tres hombres, los cuales traían hachas y otras herramientas, se acercaron y él les dijo: – Miren, de este árbol podremos hacer varias mesas y puertas que necesitamos. Volteó para arriba y tuvo un momento de silencio al admirarlo, como si algo en su interior le hubiese dicho, piénsalo dos veces. Bajó la cabeza y dijo, sí, corten este árbol.
Desde aquel día, vivo con el recuerdo de aquel señorío de mi compañero, fuerte, vigoroso, siempre presente. Él no sólo alimentaba a cantidad de ardillas, sino que además, tenía muchos nidos, en donde varios pájaros habían tenido a sus críos, y desde mi lugar, siempre se les escuchaba. Recorrían todas sus ramas, así como acariciándole, iban y venían, jugaban, se perseguían todo el tiempo. Era el árbol que al final de cuentas, había ofrecido una forma de vida que anhelaba, era como una fiesta siempre presente que admiraba.
Al ausentarse pasaba largos momentos recordándolo. Como no lo iba a extrañar, si desde siempre el estuvo ahí, con su gran tamaño, siempre en primavera podía hacerme una sombra riquísima durante horas. Era así como si me cuidara, atento, presente, a veces hasta sentía que con todas sus fuerzas extendía una de sus ramas, para poder tapar el sol.
En fin, pero el ya no estaba más a mi lado, no perdón, el siempre ha estado presente en mí, porque si tengo claridad de que es ser un árbol grande, cómo quiero ser, él viene a mi mente. Lo recordaba, como un árbol que pudo servirle a Don Ernesto, quizá sus largas ramas, ahora por siempre serían las puertas que cuidan la casa del hacendado, su tronco la cama de la niña Isabel. Con alegría me decía a mí mismo, – Qué padre ser transformado, toda nuestra belleza al final de cuentas, puede ser diferente, otra estética y reconocía como los árboles podemos seguir viviendo, siempre presentes, aún no siendo árboles del todo.
Pasó el tiempo y ya no se le vio más a Don Ernesto. Escuché a los (hacendaditos) que se había ido a luchar a la revolución. Recuerdo que en ese tiempo se le veía a las señoras trabajando la tierra, cargaban a sus hijos en la espalda y murmurando hablaban con sus esposos que se habían ido. Se les veía cansadas, muchas veces caminaban cerca de mí, y escuchaba sus llantos, porque no tenían para darles de comer a sus hijos. Extrañaban a sus esposos y vivían con la esperanza de que regresasen.
La niña Isabel, escuché que la cuidaba su tía en la casa de la hacienda. Para aquél entonces yo creo ya tenía 17 años. Muchas de las muchachas que vivían cerca de la hacienda, se habían ido a esconder ahí, porque llegaban los guerrilleros, destruían las casas y ellas eran un manjar para los maliantes, se las robaban. Creo que había unos túneles cerca del cuarto de Isabel, donde permanecían ahí por días. Una señora se encargaba de llevarles comida por la noche.
Mientras sucedían estas cosas en la hacienda, de pronto un día descubrí para mi sorpresa, que en donde antes estaba el árbol del que había hablado, ahora crecía otro árbol pequeñito, con un tronquito chiquito, en ese invierno por las tardes, yo podía cubrirlo del aire que bajaba de la callada. En realidad esto me trajo mucha alegría, fue rara la sensación de poder tener al cuidado a alguien, algo así como lo había hecho conmigo mi compañero ausente. Observé mi tronco y estaba más fuerte, las raíces habían crecido y en mis ramas, había ya tres nidos, un par de pájaros jugaban y cantaban.
También me asombré, porque conocí un río que bajaba del cerro y con el cual se regaban las tierras de la hacienda, aun estando cerca nunca lo había visto. El agua chocaba con las grandes rocas, podía pasar horas observando el movimiento del agua, en las noches podía escuchar el choque del agua mejor. Vi también que ahí acudían las señoras a lavar su ropa, y sus hijos se metían a darse un baño.
Y me alegré, descubrí más mundo detrás de lo que por algunos años había conocido en mi amigo. Al no estar el presente, pude asombrarme de que detrás de su sombra, había un enorme espacio por recorrer. Es más, un día volteé hacia el cielo, y me maravillé de las estrellas y la luna, habían permanecido para mí escondidas, por que las ramas de mi compañero, no me permitían verlas.
Don Ernesto nunca regresó, decían los señores que lo fusilaron. Sus tierras fueron repartidas entre los trabajadores. Ahora la niña Isabel, paseaba por el campo, pero de la mano de un hombre amable. También a ellos los escuché, planeaban su vida juntos, y muchas veces me tocó ser testigo de su amor. Isabel se recargaba en mi tronco y Carlos la cubría con sus brazos y la besaba. Debajo de mi sombra, solían pasar las horas charlando, y jugando con las hojas que había dejado yo en el suelo.
Un día, pasaron cerca de mí charlando, era una mañana de primavera, y corriendo se detuvieron en el río. Carlos le ayudó a Isabel a quitarse el calzado y duraron un par de horas con los pies en el agua. Cuando volví a observarlos, los dos se salpicaban y terminaron completamente sambullidos en el agua. Después ya no voltié, seguramente siguieron jugando.
Ha pasado ya más tiempo. No recuerdo tanto, porque medirlo me resulta imposible. He descubierto que la manera de vivir de un árbol, es estando presente, presente. Aún a pesar de que hoy me encuentre hablando de recuerdos, nos es imposible no estar en el presente. Ahora la novedad es que me he permitido no sólo ser acariciado por el aire, sino que he permitido que mis ramas al ser acariciadas por él, bailen al son de su música. He podido escuchar el viento, he podido diferenciar los sonidos que el viento realiza en mí. Según la parte que acaricie de todo lo que soy, puede generarse un tono específico. A veces paso así los días, atento, descubriendo las nuevas melodías que él hace en mí.
He descubierto que no sólo el río era algo desconocido, sino que más allá, existe una enorme cantidad de agua, que los hombres llaman lago. Ahí el cielo, el sol y la luna hacen sus mejores pinturas, y dejan grabadas sus figuras. Los hombres en lanchas lo recorren, y permanecen ahí durante horas, a veces charlando, otras atentos al movimiento de las redes. Del otro lado, he descubierto la casa de Isabel, un tanto descuidada, a ella la he visto con el pelo blanco y cansada, con dificultad para caminar y con alegría y a pesar mío he visto con asombro la puerta en el suelo, toda deshecha. Dije para mis adentros – compañero, cuanto has servido. Descubrí algo que nunca había palpado….tenemos fin los árboles.
El tamaño que he alcanzado sé que es mayor al de mi compañero. Mi tronco y mis raíces se han ensanchado de una forma sorprendente. Doy sombra a muchos árboles, los cubro con mis ramas. En mí habita un sin número de pájaros. Y las ardillas me recorren vivazmente. Ahora el espacio que puedo observar es lo que los hombres llaman un campo de golf. Se han cortado muchos árboles de mi alrededor, se ha limpiado la hierba, y el campo verde parece una alfombra. El río que me ha acompañado, lleva muy poco agua, apenas se escucha cuando choca con las ramas. El lago ha disminuido su tamaña, ahora el sol y la luna es difícil que penetren en él.
La casa de Don Ernesto, llena de vida y llena de trabajo, como la recuerdo, hoy es un elegante club, en donde las personas se reúnen para hacer ejercicio. Todas las mañanas muchos hombres riegan el campo mucho rato. Más tarde llegan los jugadores; recorren el campo pegándole a una pelota. Ya en varias ocasiones he sido testigo de esos golpes que le dan a la pelota, tengo varias cicatrices en el tronco. Van charlando caminando, lo hacen en pequeños equipos, y algunas personas traen un carrito cargan el equipo.
Son muchos los cambios que como árbol he vivido, son muchas las historias que he escuchado. El paisaje ha cambiado, algunos compañeros mayores y otros menores se han ido, he sido anfitrión de centenares de nacimientos de pájaros y ardillas. Diversidad de tonos y canciones he escuchado del viento y sobre todo he vivido, he observado y he sentido el movimiento del sol, la luna y las estrellas…..seguramente me tocará ser testigo de muchas cosas más…..